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Como un reptil que muda la piel, la miniatura de la boîte-en-valise o la maqueta se transforma en una selva de detalles domésticos, minúsculos en su anécdota y gigantescos en su condición coral, que ramifican su sensibilidad microscópica para formar una maraña de sensaciones. En este tránsito de la geometría escueta de Borges al minucioso dédalo de Proust, la arquitectura encuentra su final en su principio, y se hace colosal en lo menudo. Sin caer en la amnesia escalar de los que representan La ronda de noche y La encajera al mismo tamaño, los que reproducen las cajitas de Oteiza en dimensiones urbanas o los que olvidan las advertencias de Galileo sobre el absurdo mecánico de la ampliación indiscriminada, hay construcciones pequeñas que se hacen grandes sin crecer.
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