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Despertarse, mirar por la ventana y ver un mar de viñas y olivos. Bostezar, estirar los brazos y decir buenos días a la plana del Empordà. Llegar de la playa y, todavía con la sal en la piel, poder beberse una copa de vino mientras resigues con la mirada la bahía de Roses hasta llegar al castillo del Montgrí. O tumbarse en frente del fuego para retomar el hilo de aquel libro que tenías abandonado para acabarlo de un tirón. Silencio, tomillo y un cielo estrellado. Y, de vez en cuando, el fuerte rumor de la tramontana muy cerquita, desmelenándote y cargándote de energía.
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