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El viento patagónico agita las añiles aguas del lago Sarmiento, donde espejean por momentos las siluetas de las Torres, dos incisivos de más de 2.600 metros de altura que se funden con las nubes que ahora vuelven a ocultar sus cimas. El ripio serpentea por los bordes del Lago Pehoé. A uno y otro lado se diseminan por la pradera magallánica decenas de lagunas. Han pasado siete horas desde que dejamos Calafate. Tras conseguir alojamiento a marchas forzadas, el viajero intenta ascender hasta el mirador de la laguna verde, uno de los más privilegiados del parque, a sabiendas de que no quedan demasiadas horas de luz. Pero el ventarrón obstinado, las inestables laderas de piedra volcánica y la apremiante mengua de luz solar terminan por doblegar ese empeño. No se ve un alma en muchos kilómetros a la redonda. Allá abajo se dibujan las siluetas azules del lago Pehoé y del Nordenskjöld, que lleva el nombre del explorador sueco que en 1879 descubrió el paso del Nordeste, la ansiada ruta marítima que enlazaba el Ártico con las aguas del Pacífico a través del estrecho de Bering justo en el otro extremo del mundo.
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