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Llegamos a mi casa. Alquilé por un precio que aún me parece un sueño, 600 euros, un dúplex ático con vistas a la montaña y al mar. Probablemente en mi vida no vuelva a dejar los zapatos en un mejor balcón con vistas. Desde mis ventanas no hay rastro de las hacinadas casas de cartón. Vivo con los “míos”, enfrente de casas con vidrieras en las que se riega con agua caliente las macetas. Me voy a tomar una cerveza al Winchester, un bar que podría estar en la mejor calle de Madrid. Desde su pequeña terraza se contempla el Beach Road y las olas del Atlántico casi salpican. Me siento y contemplo a un aparcacoches ilegal que se afana en intentar ganar algún rand por vigilar que los vehículos que allí paran no pierdan el esmalte. Luego quizá duerma en el parque o vuelva de alguna manera a su invisible alcantarilla. Yo termino mi cerveza del reencuentro y regreso a mi casa pensando: ¿dónde está África, la que me enamora, en la que se te cruzan manadas de elefantes y te pierdes en sus mercados? Éste ya no es mi lugar y, sin embargo, es la única urbe africana que he cruzado, con Maputo, en la que podría vivir de forma permanente por los estímulos necesarios de sus cines, bares, tiendas y restaurantes. Ironías del bajo coste. El resto de África, que sí que me vuelve loco, es siempre un lugar en el que estoy de paso. Otra ironía difícil de entender.
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